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Cambio generacional, o el salto del seto

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Pasa la ola del 15M, pasa la posibilidad de hacer surf sobre su espuma, pasan los intérpretes de la marejada, pasa la crisis, o eso dicen, pasa la sucesión monárquica, pasa la posibilidad constituyente o reconstituyente, y da la impresión de que no pasa nada. A lo mejor, lo único que pasa es un cambio generacional en el poder, con sus expectativas positivas para los jóvenes y negativas para los viejos.

En la Rama dorada, el profesor J. G. Frazer, describe un rito de transición de la adolescencia al estado adulto llamado "el salto del seto". En apariencia es muy simple, sólo hay que saltar un seto, pero para hacerlo, el joven tiene que estar de acuerdo con su padre, porque tendrán que hacerlo los dos, y a partir de ese momento, padre e hijo, intercambiarán la forma en que se les conocerá públicamente. Antonio no será más el hijo de Juan, sino que Juan será el padre de Antonio.

Digo que es lo único que pasa como si no fuera nada, pero sí pasa. A partir de ese momento, algunas de las costumbres y los símbolos que identifican a una época pueden cambiar trazando una línea invisible entre lo nuevo y lo antiguo.

Desde la Transición hasta hoy ha habido ocasión de varios recambios generacionales, pero por algún motivo, se han realizado de una forma imperceptible. Nada que ver con aquella generación del 68 tan ruidosa y rupturista.

¿Por qué ahora?

Durante las últimas décadas, la falta de oportunidades laborales para los jóvenes, junto al sostén que han representado sus familias, ha retrasado la edad de emancipación hasta los treinta años, dando lugar a un nuevo estado difícil de definir entre joven adulto o adolescente tardío. La generación de estos jóvenes no se ha caracterizado por su talante reivindicativo.

Paralelamente, sus padres, los padres de los jóvenes nacidos desde la transición hasta hoy, reclamaban para sí el derecho a ser jóvenes, e incluso adolescentes. Durante una época, nadie era, ni quería ser mayor, aunque significara sabiduría y experiencia. Todo consistía en tener mucha energía y una buena imagen.

Durante estos años, me he sentido tan desubicado con adolescentes lánguidos de más de treinta como con adultos rejuvenecidos a cualquier precio. Unos parecían adaptados a vivir en tierra de nadie, y otros actuaban como si se hubiesen perdido algo que reclamaban con un brío agotador.

Ahora, la cosa parece cambiar. Seguramente no tendremos una revolución, ni siquiera un periodo constituyente, pero algunos jóvenes han empezado a reclamar su lugar, y los mayores parecen, por fin, mayores.

Es lo que le ha pasado a Rajoy, que en muy poco tiempo se nos ha convertido en un abuelo. Si finalmente Soraya le sustituye, será su nieta. Rosa Diez ha pasado de representar cierta frescura en la política a parecerse a la tía excéntrica de la familia, dispuesta a vivir sola en su caserón lleno de gatos antes que venderlo para hacer apartamentos, como desean sus sobrinos. Cayo Lara ha designado al joven Garzón, y como buen padrino lo acompaña por las vetustas sedes del PCE presentándole a todo el mundo. Pedro Sánchez, joven, alto, guapo y aseado, parece el acuerdo de circunstancias de un clan malavenido, con una herencia tan intrincada y compleja que resulta difícil saber si carece de discurso propio o es que la situación lo deja sin palabras. Los chicos nuevos del barrio, los que abandonaron sus respectivas familias políticas, Pablo Iglesias y Albert Rivera reclaman sin ningún pudor lo que consideran que les pertenece a ellos y a su generación. Hace tiempo que dieron el salto. Ahora queda por ver si hablamos solo de un cambio generacional o de algo más.

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