Luis de Guindos en la SER, en una entrevista que le hace la insustituible Pepa Bueno, se rasga las vestiduras por el inexplicable comportamiento de Tsipras en su negociación con la Troika.
-¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! ¡Si estábamos a punto de cerrar el acuerdo!
Hemos oído también en incontables ocasiones a Mariano Rajoy alardear de la cualidad de la que se siente más orgulloso (la única que nadie le discute): su previsibilidad.
-Nuestros acreedores confían en nosotros (=nos van a seguir prestando dinero) porque somos previsibles.
La virtud de ser tan pronosticable como Immanuel Kant en sus paseos por Königsberg -los lugareños ajustaban sus relojes cuando veían aparecer por la esquina al filósofo de la Razón Pura- es encomiable si estás jugando al juego de El indigente y el prestamista, como Guin-dos; pero se convierte en un mortífero lastre en El juego del gallina, que es a lo que está jugando Grecia con sus acreedores.
Repasemos, para los de la LOGSE, en qué consiste este juego. Se trata de una competición en la que el peor escenario posible es que ninguno de los contendientes dé su brazo a torcer. Dos coches enfrentados en sentidos opuestos, en un tramo recto de carretera, aceleran como si quisieran colisionar frontalmente. El primero que pegue un volantazo para evitar el choque, pierde. Lo que está en juego, como contaba en mi post anterior, Tsipras contra el coronel Saito, es el amor propio. El ganador y el público que le jalea tienen el derecho a llamar ¡gallina! a aquel de los jugadores que demuestre tener en mayor aprecio su vida que su honra. Es fácil darse cuenta de que en este juego a vida o muerte hay cuatro resultados posibles.
Para inspirar terror al contrario y asegurarnos de que dará el volantazo antes que nosotros, sólo hay dos caminos posibles. El primero es bloquear el volante, informando previamente al rival, eso sí, de que aunque quisiéramos, no podríamos maniobrar para esquivarle. La segunda es convencer al otro de que estamos más locos que él y por lo tanto somos imprevisibles. Es lo que hace Mel Gibson varias veces, con gran éxito, en Arma Letal, cuando se esposa al suicida en la azotea o le pide con vehemencia a un pistolero que le dispare. El comportamiento errático de Tsipras -ahora me siento, ahora me levanto, ahora firmo, ahora convoco un #Greferendum- tiene la finalidad de convencer a la Troika de que está lo suficientemente loco como para estrellar el coche. Por eso, el líder de Syriza realizó unas declaraciones intimidatorias hace unos días, en las que venía a decir: No intentéis engañarme, sé que vosotros no queréis morir. Y le faltó añadir: a mí en cambio ya me da lo mismo.
Guindos es tan obtuso que ni siquiera es capaz de darse cuenta de que Tsipras no es un desequilibrado, pidiendo a gritos una dosis familiar de litio, sino un jugador perfectamente cuerdo que juega a estar muy loco, en una táctica deliberadamente asumida para poder ganar El juego del gallina.
El primer Ministro griego simula ser imprevisible, para inspirar terror, en un juego que es de por sí imprevisible, puesto que en él caben incluso sorpresas insospechadas para los dos contendientes. En la película Rebelde si causa, por ejemplo, el rival de James Dean, que ha capitulado y acepta ser el gallina, se queda enganchado a la puerta del coche y cae al abismo antes de poder liberarse. En Footloose, en cambio, sucede lo contrario: Kevin Bacon gana porque se queda atrapado en su tractor y obliga al otro a girar bruscamente y a caer en una acequia.
Si Rajoy y su inefable ministro de Finanzas no han entendido que se puede jugar a ser gallina sin serlo es porque ellos han nacido ya aves de corral. Cada vez que el presidente del Gobierno esquiva a los periodistas, bien huyendo por una puerta trasera del Congreso, bien compareciendo ante ellos, parapetado tras una pantalla de plasma, los representantes del Cuarto Poder nos miramos divertidos y le cantamos: ¡Co-Co-Co!
-¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! ¡Si estábamos a punto de cerrar el acuerdo!
Hemos oído también en incontables ocasiones a Mariano Rajoy alardear de la cualidad de la que se siente más orgulloso (la única que nadie le discute): su previsibilidad.
-Nuestros acreedores confían en nosotros (=nos van a seguir prestando dinero) porque somos previsibles.
La virtud de ser tan pronosticable como Immanuel Kant en sus paseos por Königsberg -los lugareños ajustaban sus relojes cuando veían aparecer por la esquina al filósofo de la Razón Pura- es encomiable si estás jugando al juego de El indigente y el prestamista, como Guin-dos; pero se convierte en un mortífero lastre en El juego del gallina, que es a lo que está jugando Grecia con sus acreedores.
Repasemos, para los de la LOGSE, en qué consiste este juego. Se trata de una competición en la que el peor escenario posible es que ninguno de los contendientes dé su brazo a torcer. Dos coches enfrentados en sentidos opuestos, en un tramo recto de carretera, aceleran como si quisieran colisionar frontalmente. El primero que pegue un volantazo para evitar el choque, pierde. Lo que está en juego, como contaba en mi post anterior, Tsipras contra el coronel Saito, es el amor propio. El ganador y el público que le jalea tienen el derecho a llamar ¡gallina! a aquel de los jugadores que demuestre tener en mayor aprecio su vida que su honra. Es fácil darse cuenta de que en este juego a vida o muerte hay cuatro resultados posibles.
- Win-Win, los dos se apartan al tiempo y adquieren el derecho a llamarse mutuamente gallinas.
- Lose-Lose, ninguno se aparta a tiempo y ambos pe-recen en un choque frontal.
- Lose-Win, pierde la Troika y gana Tsipras.
- Win-Lose, gana la Troika y pierde Tsipras.
Para inspirar terror al contrario y asegurarnos de que dará el volantazo antes que nosotros, sólo hay dos caminos posibles. El primero es bloquear el volante, informando previamente al rival, eso sí, de que aunque quisiéramos, no podríamos maniobrar para esquivarle. La segunda es convencer al otro de que estamos más locos que él y por lo tanto somos imprevisibles. Es lo que hace Mel Gibson varias veces, con gran éxito, en Arma Letal, cuando se esposa al suicida en la azotea o le pide con vehemencia a un pistolero que le dispare. El comportamiento errático de Tsipras -ahora me siento, ahora me levanto, ahora firmo, ahora convoco un #Greferendum- tiene la finalidad de convencer a la Troika de que está lo suficientemente loco como para estrellar el coche. Por eso, el líder de Syriza realizó unas declaraciones intimidatorias hace unos días, en las que venía a decir: No intentéis engañarme, sé que vosotros no queréis morir. Y le faltó añadir: a mí en cambio ya me da lo mismo.
Guindos es tan obtuso que ni siquiera es capaz de darse cuenta de que Tsipras no es un desequilibrado, pidiendo a gritos una dosis familiar de litio, sino un jugador perfectamente cuerdo que juega a estar muy loco, en una táctica deliberadamente asumida para poder ganar El juego del gallina.
El primer Ministro griego simula ser imprevisible, para inspirar terror, en un juego que es de por sí imprevisible, puesto que en él caben incluso sorpresas insospechadas para los dos contendientes. En la película Rebelde si causa, por ejemplo, el rival de James Dean, que ha capitulado y acepta ser el gallina, se queda enganchado a la puerta del coche y cae al abismo antes de poder liberarse. En Footloose, en cambio, sucede lo contrario: Kevin Bacon gana porque se queda atrapado en su tractor y obliga al otro a girar bruscamente y a caer en una acequia.
Si Rajoy y su inefable ministro de Finanzas no han entendido que se puede jugar a ser gallina sin serlo es porque ellos han nacido ya aves de corral. Cada vez que el presidente del Gobierno esquiva a los periodistas, bien huyendo por una puerta trasera del Congreso, bien compareciendo ante ellos, parapetado tras una pantalla de plasma, los representantes del Cuarto Poder nos miramos divertidos y le cantamos: ¡Co-Co-Co!