Imagen: GETTYIMAGES
Este artículo ha sido escrito de manera conjunta con Caterina Muñoz*
Si algo hemos aprendido de esa larga y ardua marcha que es la historia de la dignidad es que las conquistas de la clase trabajadora estaban incompletas sin las reivindicaciones de las luchas feministas y LGTB. En los últimos tiempos, los diversos movimientos sociales han ampliado el paisaje tradicional de lo político, traduciendo entre sí lenguajes, formas de lucha y complicidades colectivas contra las ostentosas y secretas dominaciones del día a día. Queda aún camino por recorrer, pero hoy ya sabemos que no cabe una sociedad democrática realmente digna de su nombre sin que las clases explotadas en y por las condiciones del trabajo reconozcan el papel decisivo de las experiencias emancipatorias del feminismo, y sin que el feminismo clásico tome nota de las enseñanzas de libertad que las nuevas políticas de género han aportado mostrando nuevas e insidiosas coacciones. Estos aprendizajes y contaminaciones entre sujetos vinculados bajo el lazo común de su opresión, invisibilización y marginación han ayudado a nuestras sociedades a crecer en derechos y dignidad.
España tiene el honor de liderar el camino en esta lucha, pero este año en concreto se materializa de una forma muy especial: los Ayuntamientos han puesto masivamente en sus sedes la bandera del orgullo. Nosotras, la ciudadanía marginada, escondida, humillada, hemos llegado a las instituciones y estamos cambiando este país. Esas banderas son la imagen de una victoria, de las victorias de la gente, porque los cambios en el imaginario social sólo existen gracias a la unión de personas anónimas, las que generan y sostienen el cambio. El sábado celebramos el Día del Orgullo LGTBI como celebración que pertenece a esa gente. Orgullo de la gente y orgullo de un país a la vanguardia en esta lucha social.
Pero a pesar de ser un país a la cabeza de estas conquistas, existen aún importantes discriminaciones que hacen necesario continuar en la lucha y reclamar un mayor compromiso de las instituciones. Por ejemplo, es preciso no bajar la guardia en la batalla contra el VIH, máxime cuando las políticas del PP han impuesto un giro reaccionario respecto a los programas existentes y al sentido de las campañas de sensibilización desarrolladas hasta ahora. También es necesario impulsar y desarrollar, tanto en términos legales como en el plano de la sensibilización educativa, medidas estatales en relación con la transexualidad, contra la LGTBfobia y por la igualdad de trato, sobre todo en menores, dadas las dramáticas cifras existentes de "bullying" y suicidios entre adolescentes.
Hace 46 años, la rebelión de Stonewall fue el nacimiento del movimiento de lucha por el reconocimiento de los derechos civiles de gays, lesbianas, bisexuales y trans (LGTB). Hasta ese momento, el Stonewall era uno de esos antros marginales donde la comunidad gay solo podía expresar su diferencia defendiéndose de su estigmatización social en la oscuridad de la clandestinidad. Si una madrugada del 28 de junio de 1969, en lugar de esconderse, sus clientes salieron a la luz hasta conformar un movimiento de resistencia de varios días fue porque, indignados por ser reducidos a las mazmorras de la minoría de edad por su condición sexual, querían recuperar la visibilidad de su dignidad herida. Salir del Stonewall era salir del armario individual de la invisibilidad, pero también descubrir un poder orgulloso colectivo que se negaba a ser reducido a la impotencia de la oscuridad.
Se demostró, como casi siempre, que sí se podía. El podemos que, desde esta escena inaugural, ha entrado históricamente en escena a partir de todo este caudal de experiencias, prácticas y complicidades subterráneas, ha emergido una y otra vez como orgullo siempre que ha cosido pacientemente los dolores y las heridas individuales desde un horizonte colectivo de sutura.
Reducidos a la invisibilidad, no podemos manifestar sino tristeza, resignación e incluso resentimiento, pasiones tristes que siempre han reforzado la dominación y nos han condenado al aislamiento. Orgullosos por la conquista de esta visibilidad, celebramos este sábado, a la luz pública y con alegría colectiva -la que más vale la pena- también muchos dolores, los causados por las luchas de nuestros predecesores, de los que allanaron nuestro camino. No olvidemos que toda esta alegría orgullosa solo es insultante para quienes, viviendo encerrados, no pueden soportar la alegría ajena de quienes escapan de la oscuridad.
En un precioso e imprescindible ensayo para la comunidad LGTB, pero también para cualquier ciudadano que se precie, titulado Vida precaria, Judith Butler escribe que no hay lucha política que no exprese de algún modo la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos, heridas que al mismo tiempo también impulsan nuestro deseo de afirmarnos y exponernos a la luz pública. Por eso, el orgullo que se manifestará este sábado irá más allá de una exhibición hedonista de nuestros cuerpos aislados; será la alegre visibilización en nuestra piel colectiva de las heridas de mucha gente anterior, de la jovial insolencia de las compañeras que perdimos en el camino mientras conquistaban parcelas de luz por nuestros nuevos derechos.
De ahí la necesidad de repetir cada año este Día del Orgullo: su incesante vitalidad proviene del recuerdo tatuado en nuestras entrañas de todos los dolores e impotencias que nos han hecho amar más y mejor, ser más tolerantes, más empáticos con la diferencia. Mejores, en definitiva, para construir una sociedad mejor. Fue este el ejemplo de Pedro Zerolo, cuya dolorosa pérdida también sobrevolará este sábado recordándonos que no hay orgullo político que valga que no se haga cargo de nuestra constitutiva vulnerabilidad como seres humanos. Celebrémoslo con orgullo.
*Caterina Muñoz es miembro de la coordinación de Podemos Cultura y ayudante de dirección y producción de cine y teatro. En la actualidad trabaja como productora en La Tuerka