A pesar del aluvión de críticas de otros partidos, uno tiene la impresión de que a la gente, a mí por lo menos, le ha gustado la imagen presidencialista de Pedro Sánchez, con su mujer y la bandera española de fondo. Una imagen que no se corresponde en absoluto con la tradición política española. Americana cien por cien, pero no por ello negativa.
Y es que, de un tiempo a esta parte, los grandes símbolos de la sociedad española han pasado a la historia. La propia bandera fue sustituida por la camiseta de la selección; digan lo que digan de los crucifijos, queda memoria en las fachadas de las iglesias desiertas y los colegios religiosos, y de la hoz y el martillo si te he visto no me acuerdo.
Pero el hombre necesita símbolos. Es, sobre todo, un animal simbólico que se comunica a través de signos convencionales, las palabras, acordados por miembros de la sociedad humana para referirse a algo.
La desaparición de los grandes símbolos nacionales o religiosos de la esfera pública dejó un gran vacío, que fue llenado únicamente por las marcas. El logotipo de Nike o de Mercedes-Benz llevan camino de ser más reconocibles y respetados que las banderas de los países o las enseñas religiosas.
Son verdaderamente universales. No crean divisiones entre las personas, suscitan admiración y permiten calcular al prójimo: cuanto gana, a que se dedica, qué hace en su tiempo libre, en qué tipo de casa vive, etc. Permiten aspirar a algo, tener metas, soñar con ser alguien.
Los grandes símbolos de siempre perdieron la partida. Los valores constitucionales podrán ser muy respetables, pero no seducen ni enganchan a nadie. A no ser que se simbolicen y ese símbolo emocione un poquito. Hay unos pocos que ostentan una cierta aureola, como la tricolor francesa o las barras y estrellas de la bandera americana.
Una sociedad sin símbolos no es una sociedad civilizada que se precie. Los símbolos nos hacen humanos cuando aparecen asociados a buenos valores, como una serie de derechos representados en una constitución, la solidaridad de unos ciudadanos que defienden esos valores sin tener en cuenta raza, credo, la billetera o la belleza física.
Están muy bien ese tipo de símbolos que no excluyen a nadie por su lugar de origen, y la bandera constitucional es uno de ellos, además de ser visualmente atractiva. Hay que sacarla más, porque de su presencia reconocida y reconocible dependen más de lo que creemos los valores que van asociados a ella.
Por eso hay que felicitar a los asesores de campaña de Pedro Sánchez. Han dado en el clavo copiando a los de Barack Obama (de hecho he leído que uno de ellos trabajó para Obama). En España, fuera de esa bandera no hay más que vacío, si acaso la jungla.
Fuera de esa bandera está la obsesión por el terruño, el narcisismo de la diferencia, el enfado, la arrogancia del estatus, el exhibicionismo, el polo Lacoste, el Audi o el hotel con encanto de doscientos cincuenta euros la noche.
La vuelta a los símbolos de todos es lo propio de los países civilizados que no dejan que sean las marcas las que se apropien de los grandes valores y monopolicen la vista en las grandes vías públicas. A este paso, los únicos símbolos de una cierta igualdad e idea de la socialdemocracia van a ser los de la cesta de compra del Mercadona, Ikea o Lidl.
Un acierto, si señor, de los estrategas del PSOE, sacar la bandera española del desván, porque a muchos de los que andamos de cuarenta y tantos para abajo nos gusta y no tiene ninguna connotación negativa.
Y es que, de un tiempo a esta parte, los grandes símbolos de la sociedad española han pasado a la historia. La propia bandera fue sustituida por la camiseta de la selección; digan lo que digan de los crucifijos, queda memoria en las fachadas de las iglesias desiertas y los colegios religiosos, y de la hoz y el martillo si te he visto no me acuerdo.
Pero el hombre necesita símbolos. Es, sobre todo, un animal simbólico que se comunica a través de signos convencionales, las palabras, acordados por miembros de la sociedad humana para referirse a algo.
La desaparición de los grandes símbolos nacionales o religiosos de la esfera pública dejó un gran vacío, que fue llenado únicamente por las marcas. El logotipo de Nike o de Mercedes-Benz llevan camino de ser más reconocibles y respetados que las banderas de los países o las enseñas religiosas.
Son verdaderamente universales. No crean divisiones entre las personas, suscitan admiración y permiten calcular al prójimo: cuanto gana, a que se dedica, qué hace en su tiempo libre, en qué tipo de casa vive, etc. Permiten aspirar a algo, tener metas, soñar con ser alguien.
Los grandes símbolos de siempre perdieron la partida. Los valores constitucionales podrán ser muy respetables, pero no seducen ni enganchan a nadie. A no ser que se simbolicen y ese símbolo emocione un poquito. Hay unos pocos que ostentan una cierta aureola, como la tricolor francesa o las barras y estrellas de la bandera americana.
Una sociedad sin símbolos no es una sociedad civilizada que se precie. Los símbolos nos hacen humanos cuando aparecen asociados a buenos valores, como una serie de derechos representados en una constitución, la solidaridad de unos ciudadanos que defienden esos valores sin tener en cuenta raza, credo, la billetera o la belleza física.
Están muy bien ese tipo de símbolos que no excluyen a nadie por su lugar de origen, y la bandera constitucional es uno de ellos, además de ser visualmente atractiva. Hay que sacarla más, porque de su presencia reconocida y reconocible dependen más de lo que creemos los valores que van asociados a ella.
Por eso hay que felicitar a los asesores de campaña de Pedro Sánchez. Han dado en el clavo copiando a los de Barack Obama (de hecho he leído que uno de ellos trabajó para Obama). En España, fuera de esa bandera no hay más que vacío, si acaso la jungla.
Fuera de esa bandera está la obsesión por el terruño, el narcisismo de la diferencia, el enfado, la arrogancia del estatus, el exhibicionismo, el polo Lacoste, el Audi o el hotel con encanto de doscientos cincuenta euros la noche.
La vuelta a los símbolos de todos es lo propio de los países civilizados que no dejan que sean las marcas las que se apropien de los grandes valores y monopolicen la vista en las grandes vías públicas. A este paso, los únicos símbolos de una cierta igualdad e idea de la socialdemocracia van a ser los de la cesta de compra del Mercadona, Ikea o Lidl.
Un acierto, si señor, de los estrategas del PSOE, sacar la bandera española del desván, porque a muchos de los que andamos de cuarenta y tantos para abajo nos gusta y no tiene ninguna connotación negativa.