Hace cinco años, Chris Anderson proclamó la muerte de la web, un titular desafortunado para una colección de argumentos con mucho sentido que no justificaban el titular pero sí analizaban una realidad en la que Internet, por la vía de dispositivos (smartphones o tablets) o de ciertas plataformas (Facebook), había eclipsado la web y estaba convirtiendo el mundo online en un medio cada vez más pasivo.
Ayer leí la plasmación más descorazonadora de esa realidad. Un bloguero iraní encarcelado durante 6 años describía sus impresiones al salir de la cárcel hace unos meses. Seis años son un mundo en Internet, y los cambios son extraordinariamente palpables.
Lo que el bloguero vio al volver a escribir fue que la web por cuya defensa había pasado seis años en la cárcel había casi desaparecido a manos de lo que se ha dado en llamar "la corriente" (the stream, en inglés), un flujo constante de contenido que tiene su plasmación más clara en el timeline de Twitter, Facebook, Instagram, etc. Nuestro consumo de contenidos ha pasado a estar controlado por algoritmos o encorsetado por nuestras conexiones sociales.
Más allá de eso, el contenido se ha convertido en una sucesión efímera de titulares llamativos, bocados fácilmente digeribles de realidad, poco análisis (y gran parte de él, demagógico y/o calculado) y excesiva trivialidad. Entiendo el desconcierto del bloguero iraní.
Pero ni la web ha muerto, ni los bloggers han desaparecido. La población online se ha duplicado, de 1.400 millones de usuarios a más del doble, y todos los nuevos usuarios se han incorporado a un mundo de consumo de contenido móvil en el que los gigantes dictan la manera en que generamos (sí, nosotros) y consumimos contenido para su uso, disfrute y rentabilización.
¿Es un mundo ideal? No. ¿Es mejor que lo que teníamos antes de Internet? Sí, con diferencia. ¿Pero es donde queríamos llegar cuando en los noventa arrancamos la web? Definitivamente no.
Los gigantes de Internet están intentando convertir lenta pero inexorablemente la web en la nueva caja tonta, un lugar donde se consume el contenido que ellos prefieren y donde hay que hacerse amigo del algoritmo. Lanzar un proyecto web es impensable sin soportes sociales, sin publicidad online en dichos soportes, sin aplicaciones móviles, SEO, estrategia de contenidos y un largo etcétera de "imprescindibles".
Cada plataforma lleva sus estrategias de optimización, de captación de followers, de gestión de influentials, de analítica. En definitiva, se han creado barreras de entrada que hacen casi imposible la Internet amateur de la que yo mismo presumía hace casi 10 años con indisimulado entusiasmo. Los gigantes han descubierto la forma de explotar económicamente nuestro contenido, nuestra privacidad, la comunidad y lo que quiera que quede de web independiente.
No es un diagnóstico pesimista ni distópico. Lo que la web ha conseguido y la tecnología ha instrumentado en menos de dos décadas no tiene parangón. La libertad de prensa ya no es sólo para quien posee una, muchos viejos modelos han caído o están por caer, y poco a poco van cambiando aspectos que mejoran nuestro día a día. Pero esa vieja web que añoraba el bloguero iraní se está asimilando a la maquinaria del "flujo o resiste", cual reserva de nativos americanos.
¿Existe la manera de salvar esa web, aunque sea en una forma diferente? Probablemente. Tenemos en nuestras manos el instrumento más subversivo, transformador y democrático de la historia, sólo si sabemos emplearlo adecuadamente. Pero ese instrumento sólo tiene 20 años. Y la mitad de sus usuarios son adolescentes digitales (ya se trate de un adolescente literal o de un abuelete que sólo usa Whatsapp).
Los gobiernos llevan 15 años intentando controlarlo y, seamos realistas, van ganando la partida. Pero si mantenemos algo de optimismo digital (y en ocasiones es realmente difícil, entre tanto vídeo de gatitos), en algún momento aparecerá algo que mejore lo actual. No volveremos a la década pasada, en que los usuarios fueron muy por delante de otros intereses a través de la vibrante blogosfera. Pero al menos conseguiremos balancear la caja tonta en la que quieren convertir Internet.
Ayer leí la plasmación más descorazonadora de esa realidad. Un bloguero iraní encarcelado durante 6 años describía sus impresiones al salir de la cárcel hace unos meses. Seis años son un mundo en Internet, y los cambios son extraordinariamente palpables.
Lo que el bloguero vio al volver a escribir fue que la web por cuya defensa había pasado seis años en la cárcel había casi desaparecido a manos de lo que se ha dado en llamar "la corriente" (the stream, en inglés), un flujo constante de contenido que tiene su plasmación más clara en el timeline de Twitter, Facebook, Instagram, etc. Nuestro consumo de contenidos ha pasado a estar controlado por algoritmos o encorsetado por nuestras conexiones sociales.
Más allá de eso, el contenido se ha convertido en una sucesión efímera de titulares llamativos, bocados fácilmente digeribles de realidad, poco análisis (y gran parte de él, demagógico y/o calculado) y excesiva trivialidad. Entiendo el desconcierto del bloguero iraní.
Pero ni la web ha muerto, ni los bloggers han desaparecido. La población online se ha duplicado, de 1.400 millones de usuarios a más del doble, y todos los nuevos usuarios se han incorporado a un mundo de consumo de contenido móvil en el que los gigantes dictan la manera en que generamos (sí, nosotros) y consumimos contenido para su uso, disfrute y rentabilización.
¿Es un mundo ideal? No. ¿Es mejor que lo que teníamos antes de Internet? Sí, con diferencia. ¿Pero es donde queríamos llegar cuando en los noventa arrancamos la web? Definitivamente no.
Los gigantes de Internet están intentando convertir lenta pero inexorablemente la web en la nueva caja tonta, un lugar donde se consume el contenido que ellos prefieren y donde hay que hacerse amigo del algoritmo. Lanzar un proyecto web es impensable sin soportes sociales, sin publicidad online en dichos soportes, sin aplicaciones móviles, SEO, estrategia de contenidos y un largo etcétera de "imprescindibles".
Cada plataforma lleva sus estrategias de optimización, de captación de followers, de gestión de influentials, de analítica. En definitiva, se han creado barreras de entrada que hacen casi imposible la Internet amateur de la que yo mismo presumía hace casi 10 años con indisimulado entusiasmo. Los gigantes han descubierto la forma de explotar económicamente nuestro contenido, nuestra privacidad, la comunidad y lo que quiera que quede de web independiente.
No es un diagnóstico pesimista ni distópico. Lo que la web ha conseguido y la tecnología ha instrumentado en menos de dos décadas no tiene parangón. La libertad de prensa ya no es sólo para quien posee una, muchos viejos modelos han caído o están por caer, y poco a poco van cambiando aspectos que mejoran nuestro día a día. Pero esa vieja web que añoraba el bloguero iraní se está asimilando a la maquinaria del "flujo o resiste", cual reserva de nativos americanos.
¿Existe la manera de salvar esa web, aunque sea en una forma diferente? Probablemente. Tenemos en nuestras manos el instrumento más subversivo, transformador y democrático de la historia, sólo si sabemos emplearlo adecuadamente. Pero ese instrumento sólo tiene 20 años. Y la mitad de sus usuarios son adolescentes digitales (ya se trate de un adolescente literal o de un abuelete que sólo usa Whatsapp).
Los gobiernos llevan 15 años intentando controlarlo y, seamos realistas, van ganando la partida. Pero si mantenemos algo de optimismo digital (y en ocasiones es realmente difícil, entre tanto vídeo de gatitos), en algún momento aparecerá algo que mejore lo actual. No volveremos a la década pasada, en que los usuarios fueron muy por delante de otros intereses a través de la vibrante blogosfera. Pero al menos conseguiremos balancear la caja tonta en la que quieren convertir Internet.