El día en que podamos decir "la crisis
se ha acabado" está muy lejos. Ese día
habrá llegado cuando no se oiga más
el insoportable grito que sale de la
garganta de millones de personas que
han perdido su trabajo, sus ingresos,
sus ahorros, sus empresas, la confianza
en sí mismos, la confianza en los
demás, la confianza en las instituciones
que debían velar por sus intereses
o la confianza en un sistema de asignación
de recursos al que contribuían
honestamente cada mañana con su esfuerzo
y sus impuestos aspirando a
cambio a un entorno estable y predecible
en el que prosperar.
Porque, de esta crisis, debería salirse
como se sale de una forja moral.
Renovados, fortalecidos y dispuestos a
no volver a cometer, al menos durante
una generación, los errores del pasado.
Admitiendo, de paso, que
nuestra estulticia y negligencia,
cuando no nuestra avaricia, ha batido
todos los records. Pero no. En los próximos
meses, se vocearán los primeros
indicadores netamente positivos
de que estamos dejando atrás la crisis.
Lo cual estará muy bien a falta de
nada mejor. Es más, nos apresuraremos
a colocarnos medallas cada vez
que un indicador nos dé una pequeña
alegría, sin reparar en la enorme distancia
que todavía nos separa de las
referencias de pre crisis, muchas de
las cuales no deberían ser las de 2007,
en cualquier caso.
No hemos dejado de hacer cosas,
sin embargo, durante todos estos años
problemáticos, más o menos en plazo
o con la intensidad deseable. A lo largo
de esta crisis habremos acumulado,
incluso, una montaña de normas sobre
reformas estructurales, leyes de
transparencia y anticorrupción, pactos
para el crecimiento y el empleo,
guías de buenas prácticas en materia
de innovación y emprendimiento, etc.
También habremos acumulado toneladas
de papel conteniendo los incontables
sumarios por casos de corrupción
y mala praxis dolosa y culposa. Sumarios,
más insultantes y dolorosos para
quienes lo han perdido todo actuando
de buena fe, cuanto más profundo
ahonda la crisis.
Saldremos técnicamente de la crisis,
claro que sí. Pero, al morlaco de
las reservas morales, desde las que
esta crisis nos interpela a todos, le daremos la larga cambiada y la estocada baja con la
que los toreros de postín despachan a los animales
que no se dejan torear. Seguiremos insensibles a
las increíbles lecciones que se desprenden de lo
que nos viene sucediendo desde que, borrachos de
dinero barato, con los graneros fiscales a rebosar,
bajando todas las guardias en los sucesivos anillos
defensivos de nuestro sistema de asignación de recursos,
empezamos a asignar el talento empresarial,
el crédito, los presupuestos y la fuerza
laboral a los objetivos equivocados. La crisis empezó
hace casi tres lustros, no nos engañemos, cuando
plantamos las bombas de relojería
inmobiliarias, financieras, de gasto público estructural
innecesario que estallaron con devastadoras
consecuencias en 2008.
No hay forma de zafarse, pues, de la sensación
de que nuestra acción individual y colectiva (política,
social, comunitaria) debería orientarse de
muy otra manera para salir, de verdad, de la crisis
y, especialmente, para definir las reglas del juego
social y económico de esta primera mitad del S.
XXI. Con una primera década perdida, construyendo
un decorado de cartón piedra que se ha venido
abajo, mucho me temo que volveremos a
perder la segunda en curso tratando de levantarlo
de nuevo al tiempo que extendemos el certificado
de defunción de los siete años de vacas flacas. Ojalá
que ese grito insoportable de quienes han perdido
todo nos acompañe, para nuestro escarnio,
mientras no seamos capaces de diseñar un sistema
de normas individuales y colectivas más eficiente,
sensato y, por añadidura, justo.
Este artículo se publicó originalmente en la revista Empresa Global, de Analistas Financieros Internacionales.