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"No puedo perdonarme por lo que hice". Recuerdos de un hombre que estuvo en el 'Proyecto Manhattan'

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Mientras trabajaba con pacientes en terapia musical en Estados Unidos, me crucé con muchas personas que habían vivido la Segunda Guerra Mundial.

Acompañé a una mujer que, justo antes de morir, se vio abrumada por recuerdos de su pasado. Había emigrado a Estados Unidos después de sobrevivir a la Batalla de Okinawa.

Un veterano que había perdido a unos buenos amigos en la Batalla del Mar de Filipinas y que, después de la guerra, fue testigo de la llanura quemada en que se había convertido Hiroshima, me pidió con lágrimas en los ojos que nunca olvidáramos la guerra.

Un hombre me confió en su lecho de muerte que había matado a un soldado japonés en la Batalla de Saipán.

Y había también otra persona que nunca olvidaré.

Uno de mis pacientes era un hombre de noventa y tres años de nombre Sam. Se encontraba bajo el cuidado del hospicio debido a un cáncer de colon en su estado final. De baja estatura y amistoso, siempre rebosaba sonrisas. Era un entusiasta de la música swing de las big bands y sus canciones favoritas eran Blue Moon y My Way.

Un día, Sam me dijo que quería escuchar una canción popular italiana. Sam tenía orígenes italoamericanos.

La única canción del estilo que yo conocía era Santa Lucía, típica de Nápoles. Cuando la canté, me respondió con una sonrisa de satisfacción.

"Buena canción", me dijo. "Me siento orgulloso de mi herencia italiana. Por cierto, ¿de dónde eres tú?".

Cuando le conté que era japonesa, me miró con sorpresa. Entonces, de repente, comenzó a llorar. Después de un breve instante de silencio, dijo: "Yo participé en el desarrollo de la bomba atómica. Cada vez que pienso en todos los niños y las personas inocentes que murieron, yo...".

Desvió la mirada y negó con la cabeza.

"...no me siento orgulloso".

Luego siguió llorando.

Durante la II Guerra Mundial, EE UU colaboró con Gran Bretaña y Canadá para desarrollar y fabricar la bomba atómica. Lo llamaron el Proyecto Manhattan y comenzó en 1939. Se calcula que había unas 130.000 personas involucradas en el proyecto. Sam era uno de ellos.

"No lo sabía. No sabía que ese sería el resultado de nuestro trabajo".

Levantó su cabeza de la almohada y me miró con actitud suplicante. Su frágil cuerpo temblaba con el llanto.

Ni que decir tiene que el Proyecto Manhattan era alto secreto. La mayoría de las personas que trabajaban en él no eran conscientes de que, en realidad, su trabajo tenía por objetivo desarrollar y fabricar una bomba atómica. Únicamente un limitado número de personas estaban al tanto del plan de lanzar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Allí sentada a su lado, sin tener muy claro qué decir, pude comprender el dolor y la tristeza que había cargado sobre sus hombros durante años.

En ese momento, recordé haber ido de excursión a Hiroshima cuando estaba en el colegio. Era un día verano y el cielo era de un azul intenso. Nos sentamos allí, cubiertos de sudor, delante de la Cúpula de la Bomba Atómica y escuchamos a una mujer cuyo rostro apenas tenía expresión con un traje gris que había estado allí el día de la explosión.

"Muchos murieron justo después del paso de la onda expansiva. Fue imposible recoger todos los cuerpos. A día de hoy, muchos de esos cuerpos descansan bajo el mismo cemento que pisáis ahora".

Las cosas que vi aquel día en la Cúpula permanecerán para siempre en mi memoria. Las sombras de las personas incineradas en las escaleras. La piel derretida pegada a los muros.

Después de conocer a Sam, fui consciente de otra perspectiva más en esta tragedia: a muchos estadounidenses aún les persigue el fantasma de la culpa por haber participado en la construcción de la bomba.

Sam temblaba tanto que le faltaba el aliento.

"Quiero escuchar música. Cántame algo", me pidió.

Rasgué las cuerdas de mi guitarra al ritmo de una canción que sabía que le encantaba, Blue Moon. Por fin, descansó la cabeza en la almohada y, poco a poco, fue calmando su respiración.

Seguí visitándole hasta el día de su muerte. A medida que se acercaba su final, se hicieron más profundas su vergüenza y su tristeza. Dejó de sonreír como lo hacía antes.

Había dejado de comer y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Un día me dijo: "No puedo perdonarme por lo que hice". Después cerró los ojos, como si le resultara difícil sostener mi mirada.

"No puedo creer que la guerra sea la mejor solución. Nadie ganó la última guerra, y nadie ganará la próxima guerra". -- Eleanor Roosevelt

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Publicado originalmente en el Diario de Terapia Musical de Yumiko Sato: https://yumikomusicjp.wordpress.com/

El libro de Yumiko Sato, Last Song: Music for the End of Life ha sido publicado por Poplar Publishing Co, Ltd.



Este post fue publicado originalmente en la edición japonesa de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno


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