Cualquiera que haya leído el libro póstumo de Javier Pradera Corrupción y política / Los costes de la democracia llegará a la misma conclusión que yo. La corrupción que se practica hoy en España es un invento tan del PSOE que debería llevar siempre detrás la ® de marca registrada. Los populares, que se hicieron con el poder muchos años más tarde, no han hecho más que copiar el modelo socialista y practicar la variante más obscena, que es la que Pradera llama la corrupción negra.
Durante el reinado de Felipe González, los conseguidores eran de dos tipos. Estaban los conseguidores low-cost que, como Juan Guerra, quebrantaban abiertamente la legalidad para hacer favores a sus clientes y se instalaban ilícitamente en despachos oficiales para ambientar sus gestiones indecentes en un marco incomparable de poder.
Y estaban los que yo conocí -de alguno, hoy millonario, llegué incluso a ser amigo-, especialistas en un tráfico de influencias mucho más diabólico y taimado y, por lo tanto, mucho más difícil de probar. Giulio Andreotti, uno de los políticos europeos más turbios e inquietantes del siglo XX, le dijo en cierta ocasión a Felipe González que a la política española le faltaba refinamiento: manca finezza. Viniendo el consejo de Andreotti, Felipe debió de pensar que donde escaseaba esa finura era en la manera de corromperse, y permitió que durante los ochenta y noventa, sus huestes se entregaran con verdadera pasión a la corrupción de la llamada.
Los conseguidores socialistas procedían de la siguiente manera. Supongamos que salía a concurso -es un ejemplo- una adjudicación de contrato para la renovación de todos los ascensores instalados en edificios públicos del Estado. Había mucha pasta en juego, pero precisamente por eso, los interventores públicos, auténticos pata negra del cuerpo de funcionarios de la Administración, estaban ojo avizor. Cualquier chanchullete durante el proceso de licitación, cualquier alteración del pliego de condiciones, era denunciado de inmediato por estos cancerberos implacables de la legalidad.
Los traficantes de influencias socialistas no hacían una sola trampa en esta fase de la adjudicación, porque el riesgo era demasiado grande y, sobre todo, innecesario. Todo se llevaba conforme a derecho, respetando hasta la última coma de lo estipulado y eligiendo siempre la opción más beneficiosa para el contribuyente en la relación calidad/precio. Una vez que el contrato estaba ya adjudicado, cumplidos todos los requisitos que marcaba la ley, pero un minuto antes de que la Administración le comunicara al Díaz Ferrán de turno que había sido el elegido, el conseguidor telefoneaba al responsable de la licitación y le preguntaba quién había sido el agraciado. Con esa información, aparentemente inocua, el conseguidor llamaba entonces al consejero delegado de la empresa beneficiada y le comunicaba en exclusiva la buena nueva.
-¡Te lo han dado, me acabo de informar! ¡Enhorabuena! No me ha sido fácil, ¿vale? pero ya lo tienes. Supongo que te llamarán a lo largo del día de hoy para comunicártelo. Habrá que festejarlo ¿no?
El conseguido no tenía forma de saber que el conseguidor no había hecho absolutamente nada, ni bueno ni malo, para conseguir la adjudicación. Como el astuto corredor de bolsa que opera con información privilegiada, el conseguidor sólo había especulado con una filtración interna, para colocar al empresario de turno en el sitio del moroso: me debes una comisión, porque sin mi intervención, el contrato se lo habrían dado a otro.
¿Querías finezza, querido Giulio? ¡Pues toma dos tazas!
Durante el reinado de Felipe González, los conseguidores eran de dos tipos. Estaban los conseguidores low-cost que, como Juan Guerra, quebrantaban abiertamente la legalidad para hacer favores a sus clientes y se instalaban ilícitamente en despachos oficiales para ambientar sus gestiones indecentes en un marco incomparable de poder.
Y estaban los que yo conocí -de alguno, hoy millonario, llegué incluso a ser amigo-, especialistas en un tráfico de influencias mucho más diabólico y taimado y, por lo tanto, mucho más difícil de probar. Giulio Andreotti, uno de los políticos europeos más turbios e inquietantes del siglo XX, le dijo en cierta ocasión a Felipe González que a la política española le faltaba refinamiento: manca finezza. Viniendo el consejo de Andreotti, Felipe debió de pensar que donde escaseaba esa finura era en la manera de corromperse, y permitió que durante los ochenta y noventa, sus huestes se entregaran con verdadera pasión a la corrupción de la llamada.
Los conseguidores socialistas procedían de la siguiente manera. Supongamos que salía a concurso -es un ejemplo- una adjudicación de contrato para la renovación de todos los ascensores instalados en edificios públicos del Estado. Había mucha pasta en juego, pero precisamente por eso, los interventores públicos, auténticos pata negra del cuerpo de funcionarios de la Administración, estaban ojo avizor. Cualquier chanchullete durante el proceso de licitación, cualquier alteración del pliego de condiciones, era denunciado de inmediato por estos cancerberos implacables de la legalidad.
Los traficantes de influencias socialistas no hacían una sola trampa en esta fase de la adjudicación, porque el riesgo era demasiado grande y, sobre todo, innecesario. Todo se llevaba conforme a derecho, respetando hasta la última coma de lo estipulado y eligiendo siempre la opción más beneficiosa para el contribuyente en la relación calidad/precio. Una vez que el contrato estaba ya adjudicado, cumplidos todos los requisitos que marcaba la ley, pero un minuto antes de que la Administración le comunicara al Díaz Ferrán de turno que había sido el elegido, el conseguidor telefoneaba al responsable de la licitación y le preguntaba quién había sido el agraciado. Con esa información, aparentemente inocua, el conseguidor llamaba entonces al consejero delegado de la empresa beneficiada y le comunicaba en exclusiva la buena nueva.
-¡Te lo han dado, me acabo de informar! ¡Enhorabuena! No me ha sido fácil, ¿vale? pero ya lo tienes. Supongo que te llamarán a lo largo del día de hoy para comunicártelo. Habrá que festejarlo ¿no?
El conseguido no tenía forma de saber que el conseguidor no había hecho absolutamente nada, ni bueno ni malo, para conseguir la adjudicación. Como el astuto corredor de bolsa que opera con información privilegiada, el conseguidor sólo había especulado con una filtración interna, para colocar al empresario de turno en el sitio del moroso: me debes una comisión, porque sin mi intervención, el contrato se lo habrían dado a otro.
¿Querías finezza, querido Giulio? ¡Pues toma dos tazas!