Comemos a deshoras, pero dejamos de comer a las horas. Actuamos y opinamos a destiempo sobre todo, sobre cualquier cosa, mientras nos quedamos sin palabras o sin nada que decir cuando una palabra nuestra podría sanar o cambiar la vida de quienes tenemos a nuestro lado. Llegamos a los sitios movidos por la información-publicidad de los medios de comunicación y, por lo tanto y como dice la canción de Serrat, cuando ya no pasa nada, cuando todo ha pasado. Se nos pasan los días aceleradamente, con una actividad frenética, con un sin parar; pero con la sensación de que no hemos avanzado nada, que volvemos con más cosas pendientes, más trabajo que hacer, menos compromisos cumplidos, etc. Cuanto más esfuerzo hacemos en estar sincronizados con el mundo, más sensación tenemos de que llegamos tarde, cuando los otros -desesperados- ni siquiera nos esperan. Dice Virilio que es el tiempo de la velocidad. Y echando mano del omnicitado Bauman -pues no hay nada como explotar una metáfora hasta la saciedad- el tiempo se nos ha hecho tan líquido, que es imposible cogerlo entre las manos.
Con las nuevas tecnologías, siempre a mano, intentamos aprovechar cada segundo. Exprimir el tiempo como si fuera una naranja llena de zumo de segundos. En el autobús, en el metro, en el semáforo, durante la reunión o la clase, se aprovecha para ver los mensajes recibidos en el móvil, o incluso mandarlos. Mientras andamos o conducimos, hablamos a través del teléfono. En casa, el portátil o la tablet son fuente de conversación continua, mientras comemos o vemos la televisión, pero no hablamos con los que tenemos alrededor. El taxi se ha convertido en una extensión del despacho, donde se hacen las llamadas que no han podido hacerse entre las cuatro paredes. El atasco puede ser un inconveniente, pero también una fuente de activación, para hacer la llamada que no habíamos podido hacer y, sobre todo, para escribir ese mensaje, con más texto, en el que necesitamos justificar una decisión. Realización de acciones perentorias, aprovechamiento del tiempo para llegar a cumplir con los plazos, con ese deadline del que, ahora sí, estamos colgados. Aprovechar, aprovechar, aprovechar y aprovechar el tiempo. Tal vez obtengamos algún provecho de este ritmo que no contiene silencio alguno, de este ritmo lleno.
Aprovechamos cualquier paréntesis para la comunicación, hasta el punto de que nos hemos quedado sin paréntesis. Una comunicación mediada constante que se impone a la comunicación personal, que impide que atendamos a quien nos habla, que hace que solo nos escuchemos a nosotros mismos en las reuniones. Resulta paradójico: la comunicación impide la comunicación. Es lo que se decía antes de la televisión en las familias, que el flujo catódico impedía la conversación familiar, como si hubiera tal conversación. Tal vez en las reuniones tampoco se va a dialogar y su función es transmitir órdenes e instrucciones con testigos. Pero igual que la conversación familiar podría surgir más fácilmente sin el ruido televisivo; el diálogo productivo lo podría hacer sin el ruido de los dispositivos móviles de comunicación.
Los paréntesis cumplen su función. Suelen ser los momentos en los que, aparentemente nómadas y perdidos, nos llega el rayo de la intuición, la iluminación que nos hace ver lo que no habíamos podido ver hasta el momento. El rayo que refleja el mundo y que nos refleja. Pero no, ahora los paréntesis parecen prohibidos. Se consideran tiempo perdido, tiempo muerto. Tiempo condenado en la era de la aceleración. Demasiado extenso, por pequeño que sea, en época en que se exige síntesis y condensación.
Estando sincronizados en todo momento, perdemos la sincronía con la vida. Vivimos en un mundo en el que parece que no puede perderse un minuto, mientras perdemos la vida.
Con las nuevas tecnologías, siempre a mano, intentamos aprovechar cada segundo. Exprimir el tiempo como si fuera una naranja llena de zumo de segundos. En el autobús, en el metro, en el semáforo, durante la reunión o la clase, se aprovecha para ver los mensajes recibidos en el móvil, o incluso mandarlos. Mientras andamos o conducimos, hablamos a través del teléfono. En casa, el portátil o la tablet son fuente de conversación continua, mientras comemos o vemos la televisión, pero no hablamos con los que tenemos alrededor. El taxi se ha convertido en una extensión del despacho, donde se hacen las llamadas que no han podido hacerse entre las cuatro paredes. El atasco puede ser un inconveniente, pero también una fuente de activación, para hacer la llamada que no habíamos podido hacer y, sobre todo, para escribir ese mensaje, con más texto, en el que necesitamos justificar una decisión. Realización de acciones perentorias, aprovechamiento del tiempo para llegar a cumplir con los plazos, con ese deadline del que, ahora sí, estamos colgados. Aprovechar, aprovechar, aprovechar y aprovechar el tiempo. Tal vez obtengamos algún provecho de este ritmo que no contiene silencio alguno, de este ritmo lleno.
Aprovechamos cualquier paréntesis para la comunicación, hasta el punto de que nos hemos quedado sin paréntesis. Una comunicación mediada constante que se impone a la comunicación personal, que impide que atendamos a quien nos habla, que hace que solo nos escuchemos a nosotros mismos en las reuniones. Resulta paradójico: la comunicación impide la comunicación. Es lo que se decía antes de la televisión en las familias, que el flujo catódico impedía la conversación familiar, como si hubiera tal conversación. Tal vez en las reuniones tampoco se va a dialogar y su función es transmitir órdenes e instrucciones con testigos. Pero igual que la conversación familiar podría surgir más fácilmente sin el ruido televisivo; el diálogo productivo lo podría hacer sin el ruido de los dispositivos móviles de comunicación.
Los paréntesis cumplen su función. Suelen ser los momentos en los que, aparentemente nómadas y perdidos, nos llega el rayo de la intuición, la iluminación que nos hace ver lo que no habíamos podido ver hasta el momento. El rayo que refleja el mundo y que nos refleja. Pero no, ahora los paréntesis parecen prohibidos. Se consideran tiempo perdido, tiempo muerto. Tiempo condenado en la era de la aceleración. Demasiado extenso, por pequeño que sea, en época en que se exige síntesis y condensación.
Estando sincronizados en todo momento, perdemos la sincronía con la vida. Vivimos en un mundo en el que parece que no puede perderse un minuto, mientras perdemos la vida.