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Lo que nos gusta odiar y odiamos querer

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Lo más lógico es que usted odie este artículo cuando acabe de leerlo, es posible que su repulsa se convierta en viral, que se ponga de moda aborrecer lo que digo, lo que estoy a punto de mantener desde estas primeras líneas hasta el final. De hecho, es muy probable que ni siquiera esté leyendo este post de manera casual, sino que haya caído en sus retinas a través de un link, de un tuit, de alguien que se apuntó y le apuntó a la moda de criticarlo.

Bueno, esa sería una buena noticia para mí y para mi artículo pero, lamentablemente, este escrito no se compromete con la defensa de nada políticamente incorrecto pero, desde luego, tampoco es una vela de papel a favor de lo establecido. Este texto pretende hablar precisamente de eso, de lo arduo que resulta en estos tiempo disentir de los gustos mayoritarios. Viendo el magnífico programa de La 1, Ochéntame otra vez, no dejamos de constatar la brutal pérdida de libertad sufrida en los últimos treinta años. Ya no sólo vivimos embridados por los recortes presupuestarios, sino por una moral que nos retrotrae casi a la dictadura. Desde el franquismo no era tan difícil manifestarse en contra de los gustos populares. En los últimos años se han subrayado una serie de temas sobre los que es prácticamente intolerable discrepar. Un halo de sacralización ha barnizado a ciertos ámbitos y a ciertas personas transformándolas en intocables.

Mientras que durante el franquismo la censura provenía del Estado, hoy nace de la propia sociedad que ha creado tabúes constrictores y absurdos. No importa lo que critiques porque siempre habrá un colectivo agazapado y presto a montar el pollo, a defender el honor de un sector minoritario, no hagas bromas en alto sobre un bajito, un albino o un pucelano.

El reciente éxito de Ocho apellidos vascos, responsabilidad de los guionistas de Vaya Semanita, demuestra lo saludable que resulta reírnos de nosotros mismos, de nuestra identidad, abrir nuestra propia veda para dejar entrar a los demás. El sentido del humor es básico para salvar a una sociedad necrosándose en la impostada defensa de los más fantasmagóricos y nimios derechos. Hoy tras las redes sociales se parapetan troyanos señalando con el dedo como pequeños y cobardes censores miles de opiniones que hace diez, veinte e incluso treinta años podían proferirse sin miedo.

Incluso la propia provocación, tan presente en los años ochenta en muchísimos ámbitos: el cine de Almodóvar, los diseños de Mariscal, la música de Siniestro Total, los dibujos de Ceesepe, es hoy una tocada de genitales. Sin embargo en la provocación reside el riesgo y en el riesgo el avance y en el avance el progreso. Sin provocación no hay sorpresa, no hay juego, no hay risa, no hay latido. Ahora siempre hay alguien ofendido, un McCarthy de los 140 caracteres convirtiéndose en un represor en aras de la dignidad.

El puritanismo americano que cubría con un pitido cada insulto proferido en la televisión, que organiza escándalos nacionales por la visión de un pezón durante la Super Bowl, que pixelaba la cara de los niños en casi cualquier noticia, nos resultaba ridículo hace unas décadas. Sin embargo hoy estamos en su línea. Parecía que cuarenta años de constricción, prohibiciones y castigos nos habían apartado para siempre de la fanática censura pero comprobamos que la memoria es frágil y la historia cíclica.

Al margen de los intocables tótems como la infancia, la mujer, el medioambiente, las discapacidades físicas o psíquicas, la religión, las razas, la homosexualidad, etc., existe en España una serie de personas, temas y objetos a los que la mayoría le encanta odiar, dianas contra las que se pone de moda lanzar dardos y no es conveniente ponerse delante: Penélope Cruz, la Navidad, Julio Iglesias, el Explorer, el Big Mac, la camisa por dentro del pantalón, Un príncipe para Laura. Pero quizá lo más preocupante sea esa creciente lista de fenómenos que odiamos querer, esos gustos inconfesables que cada vez es más osado proferir en alto: comprar fuera de las rebajas, Russian Red, Cuarto Milenio, los gin tonics con frambuesas, Ray Loriga, el Chrysler Crossfire, Santa Pola.

Pero al mismo tiempo que existen esos grupúsculos de amargados troyanos denunciando supuestos atropellos contra la integridad, poco a poco las víctimas de esta asfixiante corrección política vamos asociándonos en la clandestinidad, haciéndonos fuertes en las catacumbas de la sociedad donde podemos hablar, aunque todavía en susurro, de lo bonito que son los concursos de misses, de lo coñazo que son los ciclistas por la ciudad, de lo aburrido que es el fútbol de Guardiola. Y confiamos en que en un futuro no muy lejano podamos salir a la superficie y comentar lo que nos apetezca en los bares y, por un momento, sentirnos de nuevo en los ochenta.

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